El aula donde aprendimos a leer

Elena Bárcena - UNED

Cada lugar y cada época han tenido formas distintas de organizar la educación. Si nos remontamos a la Prehistoria, la enseñanza era ejercida por un miembro de la comunidad y era de tipo experimental y conductual, de forma que los demás miembros aprendían por observación e imitación saberes prácticos que eran necesarios para la comunidad. En la antigua Grecia, para educarse había que ser varón y tener cierta posición económica, ya que la enseñanza no era gratuita. Fue entonces cuando surgió la palabra “scholé” (escuela). En la Edad Media, la educación estuvo en manos de la Iglesia y el intercambio de conocimiento tenía lugar principalmente en latín. El Renacimiento vio un florecimiento de un amplio número de disciplinas y saberes, como el arte y las humanidades. En la Edad Moderna, la educación se volvió más práctica y reflexiva.

Al principio las clases se daban al aire libre y no había materiales didácticos como tales, por lo que se podía escribir en la arena o sobre hojas de plantas. Con el tiempo, la educación comenzó a tener lugar en edificios que tenían otras funciones propias, como los templos y los monasterios. Se desconoce la fecha exacta de la creación del primer edificio de la historia dedicado ex profeso a la educación, pero se sabe que estuvo ligada al crecimiento de las ciudades.

Un grupo de muebles de madera

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Recreación de un aula en el Museo Pedagógico La Última Escuela de Otones de Benjumea (Segovia)

Un aspecto que tenían en común los distintos sistemas educativos europeos – y que se mantiene en la actualidad – es la atención a la lectoescritura en el nivel educativo inicial del plan de estudios. Precisamente, la primera ley educativa integral en España fue la Ley de Instrucción Pública de 1857, conocida como la Ley Moyano, destinada a erradicar el problema del analfabetismo que sufría el país.

En el siglo XX, la configuración de las escuelas dependía en gran medida del nivel socioeconómico del entorno. En general, constaban de muy pocas aulas. Estas tenían una distribución sencilla y uniforme, similar a la actual: filas de pupitres (con frecuencia dobles) colocados en hileras mirando hacia el frente, que era donde se encontraba el profesor y la pizarra. A menudo, el profesor se situaba sobre una tarima o plataforma de madera para que todos pudieran verle bien. La pizarra solía ser grande y negra. Era una herramienta esencial para explicar las lecciones: el profesor usaba tiza y los estudiantes tomaban notas en sus pequeños pizarrones y más adelante en sus cuadernos, con una plumilla y un tintero. Normalmente los pupitres tenían hendiduras para que se mantuvieran en su lugar. Otras herramientas útiles eran los libros de texto, los abecedarios, mapas, láminas y modelos físicos. Para proteger la ropa del polvo de la tiza y otras posibles manchas, los niños se ponían un guardapolvo o bata encima de su vestimenta. Hoy a esta prenda se la conoce como “babi”, hipocorístico (forma simplificada) de “babero”, quizá con influencia del inglés “baby” (bebé).

Una silla de madera

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Detalle de una fila de pupitres con libros de lectura en un aula de la década de 1930

Los más empleados en el aprendizaje de la lectura eran la pizarra, los abecedarios y los libros de texto. Algunos materiales pertenecían al centro educativo, pero los niños fueron progresivamente llevando y trayendo sus propios materiales en carteras (cabbages) y plumieres artesanales, fabricados con materiales naturales como la madera y el cuero. También llevaban su propia comida y leche en unos pequeños y sufridos contenedores de hojalata, aunque a partir de 1902 empezaron a surgir los primeros comedores escolares con una función social que pretendía garantizar que todos los niños comieran. Una transición similar se experimentó con la calefacción y los niños dejaron progresivamente de llevar sus braseritos manuales cuando las aulas fueron dotadas de estufas eficaces.

El profesor comenzaba dibujando las vocales y después un número creciente de consonantes. De ahí el famoso ejemplo didáctico de: “mi mama me mima”. El procedimiento solía partir de la unidad menor, la letra; después, la sílaba, la palabra y, por fin, breves oraciones y textos. Con el tiempo surgieron materiales que permitían diversificar el aprendizaje y a veces las niñas bordaban alfabetos en delicados paños (dechados) durante la lección de costura.

En España, y en Europa Occidental en general, las niñas habían sido educadas tradicionalmente en sus propios hogares, principalmente por sus madres, en las labores y tareas que se consideraban “propias de su sexo”. Esto comenzó a cambiar en los siglos XVII y XVIII con las primeras escuelas de niñas en la Europa católica y protestante, siendo los educadores monjas o seglares respectivamente. En el siglo XIX, pese a que la educación se concebía como un derecho universal de los individuos, continuó en España una acusada segregación por género en las escuelas. Esto se plasmó no solo en las aulas, que eran solo para niños o para niñas, sino en los métodos didácticos de materias como la lectura, determinados por el destino de unos (el desempeño de una profesión remunerada) y otras (el hogar). Así se encuentran incluso enciclopedias y libros de lectura para niños y para niñas. No fue hasta 1927 cuando las escuelas y aulas segregadas comenzaron a transformarse en mixtas, proceso que culminó en 1970. Hoy en día la educación diferenciada es un derecho de los padres y tutores de los menores que no guarda relación con el destino profesional de los alumnos y las alumnas, sino que se argumenta desde la mejora del rendimiento escolar y del conjunto de la experiencia de aprendizaje. El escenario actual se caracteriza por la pluralidad de modelos educativos que persiguen ambos objetivos desde sus respectivos planteamientos.

Para saber más

Rubia, F.A. (2013). La segregación escolar en nuestro sistema educativo. Fórum Aragón, 10.

Boggino, N. (2008). Diversidad y convivencia escolar. aportes para trabajar en el aula y la escuela. REXE. Revista de Estudios y Experiencias en Educación, (14), 53-64.

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